Algún duende negro debió estar haciendo maldades, cuando se decidió que el que el Día Mundial de la Arepa caiga justo después del 11 de septiembre. Son dos fechas difíciles para mí, aunque la primera siempre es aliviada por la maravillosa sensación de morder, saborear, ingerir un pedazo de infancia, de patria. Darle un respiro a la nostalgia. Poner un bálsamo efímero pero efectivo sobre esa herida abierta que es ser venezolano.
El olor de la arepa asándose es poderoso. Quizá el más poderoso de los que viven en mi memoria. Es el olor de la máquina del tiempo. Una aspirada y allá estoy. En la cocina de mi abuela Sara. Avenida Universidad, Caracas. Sus manos amasando. Sus dedos dando forma a sus arepas maravillosas. Redonditas, todas igualitas, como hechas en una fábrica y perfeccionadas por lo que hoy conocemos como estilistas de alimentos. Esos suertudos que se ganan la vida poniendo la comida linda para fotografías y videos. Abombaditas, las típicas marquitas negras perfectamente distribuídas. De foto, pues. De foto. Arepa en Budare. Arepa en horno. Arepa de nuevo al Budare. Magia.
Y el sabor….Las arepas de mi abuela se podían comer sin relleno. Así de ricas eran. Una vez que tenían la mantequilla y lo que quisieras ponerle adentro eran el pasaporte a la gloria. Diablitos, queso de mano, jamón y queso amarillo. Un manjar.
Si yo hubiese crecido en una familia 100 por ciento venezolana, quizá las arepas de mi abuela no hubieran sido tan poderosas, pero en su casa era el único lugar donde las podía comer caseras. Mi mamá no las hacía. Mi papá, español y amante del pan, prefería el trigo a las deliciosas tortas de maíz precocido. Las arepas de mi abuela me anclaron más a mi país, a la cultura que se vivía a medias en mi casa. Es algo que sé que viven mis hijos, pero al revés. Familia de inmigrantes. ¿Qué se le va a hacer?
Comencé a hacer mis propias arepas cuando me mudé a Estados Unidos en 1994. Dejé el complejo de que las mías eran deformes -Feítas, para ser honesta – y me empeñé en que fueran las arepas más ricas del mundo. En aquella época era toda una hazaña encontrar Harina Pan para hacerlas. Había que hacer toda una expedición por Miami, que muchas veces culminaba con una llamada de teléfono: “Mamá, ¿conoces a alguien que venga pronto? Se me acabó la Harina Pan.
Lo logré. Mis arepas siguen siendo feas, pero son riquísimas. Irónicamente, encontrar paquetes de Harina Pan por todos lados me hace llorar. Hace unas semanas la vi en los estantes de un pueblito de 1.600 habitantes en Galicia, norte de España, y tuve que hacer de tripas corazón para no deshacerme en las aceras de Castro Caldelas. Si hay Harina Pan hay suficientes venezolanos viviendo cerca como para justificar que esté en el inventario. No es que no me alegre encontrándome compatriotas, me desgarra el que estén por el mundo y no viviendo en El Paraíso que es geograficamente nuestro país. No es que no me alegre de que la Harina Pan esté por todas partes. Es que me duele que justamente no esté donde debería haber en abundancia. Donde la arepa es magia, culto, pasión y devoción. Me duele que no haya Harina Pan en Venezuela.
En 2015, la fecha se hace particularmente dolorosa. Yo vivía en Nueva York cuando ocurrieron los ataques terroristas del 11 de septiembre en 2001. Es otra de esas heridas abiertas de la vida. Pero el 10 de septiembre de 2015, los venezolanos confirmamos una vez más el horror que nos envuelve con la injusta condena al líder opositor Leopoldo López. Preso político, preso de conciencia, preso de dictadura, preso de incredulidad y dolor. Y así llegamos al 12. Con el alma en jirones desesperados por nuestro bálsamo efímero, pero tan poderoso por momentos, que se activa cuando le damos el primer mordisco a una arepa.